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Noche de abril en Montjuic



Únicamente en aquellas noches, en los que la luna ejerce sus extraños influjos y nos deleita con su plenitud, una suave brisa acaricia mis mejillas al producirse dentro de mi yo interno, la paz más absoluta. En esos momentos es cuando empiezo a indagar entre los entresijos de mi memoria, los cuales descubro pasillos que parecen ya olvidados, capaces de transportarme a cualquier época de mi vida. Como si de una máquina del tiempo se tratase.


Cierro los ojos y disfruto del momento, mi memoria caprichosa me teletransporta a la tarde del 26 de Abril de 2007, una tarde de nervios y carreras, una noche de locura, éxtasis y júbilo blanquiazul.


El Espanyol se citaba por segunda vez en su historia en unas semifinales europeas y ningún barcelonés de bien se lo quería perder, recuerdo la inquietud los días antes del partido por conseguir una entrada. Se había desatado la locura.


Ya en la tarde del partido todo eran prisas, carreras y nervios por ser puntual, por no perderte detalle, por disfrutar de todo aquello a que el espanyolista curtido en cientos de batallas oscuras no está acostumbrado, la integridad de lo que desprende una noche europea, codearte con los grandes del continente.


Intentar circular por la ciudad se había convertido en un bullicio continúo, todos los accesos a la montaña mágica se habían mudado en una marea blanquiazul, una marea que provocó infinidad de retenciones, a mí me tocó vivir la de la Gran Vía Carlos III, aquello pasó a ser una fiesta a la que estábamos invitados, la gente sacaba el cuerpo por las ventanas, mientras ondeaban banderas y cantaban canciones, algunas ya olvidadas en nuestros tiempos. La ciudad respiraba fútbol y el balón todavía no había empezado a correr.


Una vez ya en Montjuic, después de retenciones interminables, las colas de la entrada parecía que durarían para siempre, pero como dicen los Héroes del Silencio en su álbum “Avalancha", las cosas nunca duran para siempre y conseguimos entrar entre el alboroto y el ruido para ver el inicio de aquella cita con la historia.

Aquel partido lo arbitraria un noruego grandullón, que años después pasaría a la historia por escándalos del silbato, que en estos momentos no me apetece citar. Un tal Ovrebo.


El partido empezó con mucho ritmo, el que los equipos alemanes te exigen a estas alturas de la competición, había mucho respeto al Werder Bremen, jugadores como Frings, Diego, Aarón Hunt, Hugo Almeida, y el mito alemán Miroslav Klose, vestían la aquella noche verde y naranja camiseta Bavara.


La sorpresa saltó en el minuto 20, un corner sacado en corto para Rufete, hizo que se sacara un centro en el que Moisés se anticipa para marcar el primero. Lo cantamos con el corazón en un puño, habíamos dado un golpe encima de la mesa, era momento para empezar a creer. Entre cánticos, saltos y alegría llegó el final de primera mitad. Nadie imaginaba todo lo que estaba a punto de llegar.


La segunda mitad empezó como una estampida, en el 50 de la Peña volvió a botar un corner para esta vez ponersela en la cabeza del Rifle, Pandiani nos volvió a enchufar a todos con su gol, ya no había marcha atrás, se estaba dando la sorpresa.

En el 58 todo se puso de cara cuando Ovrebo expulsó a Tim Wiese, ellos se quedaban con diez, las bandas (Riera, Rufete) los estaban destrozando, Valverde estaba siendo el triunfador de la noche.


Antes de llegar al 90 una jugada por la izquierda de Luís García en la que se la pone a Coro, para matar al Bremen en una contra rápida. El 3-0 en el electrónico de Montjuic lucía en aquella noche de Abril, ninguno de los presentes aquella noche imaginaba días atrás la hazaña que acabábamos de presenciar, la felicidad se reflejaba en los ojos de la gente de vuelta a casa. No lo olvidaré nunca.


Al llegar al coche, cerré los ojos para controlar la euforia, por momentos con los ojos cerrados volvieron los fantasmas del pasado, mis tinieblas personales y recordé aquella tarde de verano en la que los sueños se rompieron con el hormigón de Sarria. El club en banca rota en plena depresión económica, con la necesidad de sobrevivir se vio obligado a aceptar las migajas que el ayuntamiento desembolsó por uno de los mejores terrenos situados en la ciudad.


Las lágrimas de la gente, sumadas a las del niño que vivía en mí en aquellos años noventa eran indescriptibles, aquel sentimiento parecía que tocaba a su fin, pero el sigue y perdurará vivo mientras este sentimiento prevalezca en el alma de la gente.


El club jamás morirá.

El futuro no está escrito






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